miércoles, enero 26, 2011

Aprendiendo a andar


Levántese de su asiento.
Para esta lección, lo primero a aprender es que no se puede caminar sentado o tumbado. Es necesario estar en pie, mirar a los lados, luego al frente y absorber el mundo tal y como entra por nuestros sentidos.

Aunque la función motora básica a describir requiere el uso de los miembros inferiores, esto no implica que debamos estar prestando constante atención a su comportamiento. Obviamente, si la tarea fuera compleja, la ayuda ocular sería positiva para la ejecución de la misma, pero dada la simplicidad de este primer ejercicio no es necesario. De hecho, el trasfondo de este ejercicio se destina no sólo a aprender a andar. Es necesario alzar la cabeza, es necesario enderezar la espalda, es necesario mirar al frente.

La operativa es simple. Desde su posición actual, sitúe un pie (derecho o izquierdo dependerá completamente de usted) en el suelo delante del otro pie, a la distancia prudencial comúnmente llamada “un paso”. Acto seguido desplace el peso de su cuerpo del pie que se encuentra atrasado hacia el que se encuentra adelantado.

Como comprobará, esto supone un pequeño cambio de perspectiva en su percepción del mundo. El ángulo de visión es ligeramente diferente, y, aunque la distancia es ínfima, también hay una ligera variación en la percepción del sonido. A esto se le llama “dar un paso”.

Para seguir andando simplemente repita la operativa descrita más arriba. No es necesario empezar desde cero, simplemente lleve el pie atrasado a una posición adelantada y vuelva a desplazar el peso. Volverá a cambiar ligeramente la perspectiva, aunque ya nos vamos acostumbrando a eso, ¿no?

El ejercicio consiste en dar unos primeros pasos, seguidos, uno detrás de otro. Poco a poco y disfrutando de cada cambio de perspectiva. Aprendiendo de cada paso.

Sea una palabra, un párrafo o una página, sigue siendo un paso.

domingo, enero 02, 2011

El virus.

Salí corriendo detrás de ella. “¡Natalia espera!” le grité, pero no parecía oírme. A los pocos pasos ya la había perdido y no quedaba ni rastro de ella en la calle. Miré en un pasaje cercano pensando que estaría allí, y por un momento vi su imagen, sentada en el suelo, abrazando sus rodillas, consolándose ella sola por el trauma que acabábamos de recibir. Pero fue sólo un fragmento de mi imaginación.

Miré el arañazo en mi muñeca, junto al reloj, e inmediatamente supe que todo cambiaría. Que ese arañazo marcaba un final a cualquier sueño y esperanza de una vida normal que pudiera albergar. Podía haberme quedado con la esperanza de que un test resultase negativo pero no confiaba en ello. Este nuevo virus nunca había perdonado antes.

Natalia sólo había querido ayudar. Había estado impartiendo ese curso durante unos meses, intentando ayudar a gente sin medios. Y cuando todo acabó quiso ir allí un día, a dejar por el centro material y libros con los que pudieran trabajar. Eran cosas que le sobraban, que no le hacían falta. Siempre fue capaz de desprenderse de cualquier cosa por echar una mano.

Me pregunto si seguirá siendo así después de haber tenido en su boca el cañón de una pistola empuñada por un chaval de no más de 14 años.

Yo iba a acompañarla, a ayudarle a cargar con todo hasta el centro. No estaba situado en un mal barrio, pero toda esa manzana estaba comunicada por sótanos. Para intentar acortar camino preguntamos en una cafetería cercana si podíamos ir a través de su sótano, y sin hacernos mucho caso nos señalaron una escalera cercana. Al bajar sólo había una puerta.

Los sótanos eran espaciosos, iluminados por fluorescentes como un garaje. No se veía nadie cerca. Tan pronto como nos adentramos comenzaron a salir. Todos ellos tenían rasgos en común. Los ojos hundidos, moratones por el cuerpo. Evidentemente estos sótanos eran un refugio para drogadictos.

Ellos fueron los primeros en caer cuando surgió este virus. Todos ellos víctimas del mismo. Bajar por aquí había sido mala idea, muy mala idea. Natalia empezó a andar hacia atrás, de vuelta a la puerta. Pero nos rodeaban por todas partes. Por suerte, el efecto de la heroína en su sistema estaba aún presente, ralentizando el estado natural violento que provocaba el virus. Vi cómo se acercaba a mí una chica, rubia, demacrada, destrozada por las drogas. Cogió mi muñeca e intentó agarrar mi reloj. Su otra mano aún sostenía una jeringuilla, me solté como pude, pero ese arañazo que ahora me sentencia fue inevitable.

Me giré como pude y vi a Natalia, de rodillas en el suelo, llorando, con el cañón de la pistola en su boca. No era más que un chaval. El pelo tapaba sus ojos pero sabía lo que habría en ellos, el fuego rojo de la violencia, el virus reclamando sangre. Empujé a la chica que me había arañado y cayó al suelo, y en ese momento el chaval se giró a mirarme. Natalia aprovechó para atravesar la puerta y salir corriendo a la superficie.

Los libros y materiales para el centro quedaron abandonados en ese sótano. Salí corriendo detrás de ella. Nadie intentó detenernos. Nadie sabía. O a nadie le importaba.