jueves, septiembre 08, 2011

Mercadillo de ideas


El mercadillo de ideas es inmenso, infinito incluso. Uno se puede pasear por él tan sólo cinco minutos o toda una vida. En el mercadillo se puede encontrar todo lo que uno puede imaginar. El ruido invade el ambiente, mercaderes que gritan a pleno pulmón sus consignas para atraer a la clientela, al grito de “¡filosofías baratas!”, “¡frases sobre la vida!”, “¡significado del universo!” o “¡la verdad sobre dios!”. La gente se mueve de un sitio a otro, atraídos por el reflejo de alguna idea que ya traían en su cabeza o por el resplandor de lo que parece ser alguna Gran Verdad.

Hay muchos puestos enormes con millones de filosofías baratas amontonadas, en los que se aglutina la multitud removiendo para encontrar una pequeña dosis de felicidad, apartando a un lado y despreciando las ideas que le turban, que no le llenan o que le disgustan. En esos montones si un buscador de ideas es lo suficientemente paciente y crítico como para escarbar y filtrar entre la palabrería simplista y los tópicos vacuos puede llegar a encontrar auténticas joyas enterradas a un módico precio. No es habitual encontrarlas en esos montones, pero ésa es la gracia del mercadillo. Nunca es lo que te esperas.

Hay algunos pequeños puestos escondidos entre el alboroto, con sus ideas expuestas de manera ordenada. Aquí no hay multitud, sino uno o dos visitantes del mercadillo ojeando entre las ideas expuestas, buscando algo que le interese entre conceptos e interpretaciones de filosofía, política, religión o sociedad. Miran las ideas expuestas por encima, asienten con la cabeza con gesto interesado, o muestran muecas de desprecio, como el que toma un trago amargo, al ver superficialmente una idea que no casa con sus conceptos de gourmet del pensamiento.

Hay un pequeño puesto, apenas una mesa bajo un toldo, donde un viejecito con una túnica y la cabeza afeitada sentado en una silla expone una hoja de papel en blanco. Su imagen es la de la paz total y absoluta, con una sonrisa tranquila. La gente que pasa mira el papel, mira al viejo con extrañeza y se marcha a otras cosas. Algunos intentan sonsacarle al viejo de qué se trata, uno exponiendo sus conjeturas, otro preguntando directamente, otro más dándose aires de importancia mientras habla de nihilismo. A todos el viejo les mira, con su sonrisa tranquila y su mirada medio perdida, y les otorga un leve asentimiento con la cabeza. Sonríe, asiente. Sonríe, asiente. Los que intentan indagar se marchan aún más confundidos de lo que empezaron. Sólo un chico se acerca, mira la hoja, mira al viejo y le devuelve una sonrisa igualmente tranquila. El viejo asiente, el chico asiente, y al marcharse el viejo se le queda mirando.

Hay cerca otro puesto que a simple vista parece lo contrario, sumido en un caos aparente. El puesto está decorado con infinidad de colores, con pinturas, con murales. El grupo que lo lleva viste ropas de infinitos colores, llevan sombreros de bufón en la cabeza, con cascabeles en las puntas. Saltan, bailan, cantan, tocan instrumentos musicales nunca vistos antes. En una esquina una chica cuenta cuentos a un grupo de niños que se sientan con las piernas cruzadas alrededor de ella. En otra un chico enseña a un hombre mayor a hacer bailar a una marioneta. En el centro hay un círculo de gente tocando música, riendo. Justo a la entrada dos de ellos invitan a la gente a entrar, a formar parte de la algarabía. Aquí no se exponen ideas, aquí se invita a la gente a crearlas, a dejarse llevar, a volar.

Un poco más allá hay otro puesto que casi parece más un pequeño salón de té. Varios tipos de aspecto pensativo se reúnen a charlar en voz baja alrededor de mesitas bajas, se sientan en sillones acolchados, se mesan las barbas con la mirada perdida. Hablan, discuten, piensan, establecen el límite entre lo que es, lo que no es, lo que significa cada cosa, cada concepto, cada palabra. Muchos de ellos se irritan a ratos al escuchar hablar a otros y marchan impetuosos al lado opuesto del saloncito. Otros intentan establecer su discurso como el único verdadero. Otros aceptan, escuchan, escriben lo que oyen y cuando hablan, lo hacen despacio y pausadamente. En este puesto a la gente de fuera se le mira mal, como si no perteneciesen. Uno se puede quedar parado escuchando a los pensadores desde fuera del saloncito todo el tiempo que quiera, y los pensadores lo agradecen, pero al que osa traspasar la línea y entrar en su círculo, al que se atreve a levantar la palabra contra sus ideas todos ellos, sin importar lo que opinen al respecto, le miran mal.

Hay otro puesto, un tenderete de madera carcomida con unos cuantos libros con los bordes quemados, en el que un viejo decrépito y desdentado mira con ojos maliciosos a todo el que pasa, con una sonriente mueca de permanente desprecio.

Mi puesto favorito siempre fue el más difícil de encontrar. En este no hay ideas, no hay alboroto. Hay semillas. Millones de semillas de todo tipo. Se pueden comprar semillas de ideas al peso y luego cultivarlas y verlas crecer. Muchas de ellas mueren, muchas de ellas resultan ser menos de lo que parecían, pero el esfuerzo, el trabajo y la esperanza puestas en darle forma a esas ideas siempre me llena de emoción. Siempre intento ir a ese puesto, hablar con los otros que van por allí, ver qué semillas han comprado otras veces, conocer cómo las hicieron crecer, dejarme guiar por los clientes o por el dependiente o elegir yo las semillas que me parezcan más interesantes. Y luego cultivarlas, y verlas crecer.

Hay de todo en el mercadillo de ideas, pero hay que saber buscar.